lunes, 2 de marzo de 2015

La Violencia Estudiantil y el Rol de la Escuela


Nelson Riquelme Pereira
Psicólogo 

Jazmín, hija de mi amiga Esther, quien estudia el nivel medio, me preguntó con preocupación, a raíz de los hechos de violencia acontecidos entre unas estudiantes de un colegio de la ciudad, a qué se debió que estas jóvenes actuaran así. Me preguntó si ellas habían pensado antes de proceder de tal manera, por qué desplegaron tanta saña y maldad, y que cuál sería la sanción que merecerían por esta acción.  
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Le contesté que la violencia entre los jóvenes en la mayoría de los casos era un problema muy complejo. Que no se trataba solamente de unos jóvenes golpeando a otros. Que usualmente estos problemas reflejan otros más graves y de mayor repercusión en la personalidad y conducta social de las personas. Le comenté, por ejemplo, que los jóvenes con problemas de autoestima carecen de recursos psicológicos y emocionales que les permitan afrontar lo que, desde su deteriorada percepción de las cosas, se ve como una ofensa que amerita una respuesta violenta y contundente.

Agregué que en el crecimiento de los individuos es necesario desarrollar una habilidad psicológica que es imprescindible para la convivencia pacífica entre las personas. Esta habilidad es la tolerancia a la frustración, la cual es una capacidad que le permite a una persona afrontar los sentimientos que surgen cuando no logra lo que desea, significa poder enfrentar los problemas y limitaciones que se tienen a lo largo de la vida, a pesar de las molestias, sentimientos o incomodidades que causan. 

Sentimientos o incomodidades que, a su vez, causan frustración y que se generan por una percepción equivocada y exagerada de la situación que se está viviendo y por la creencia de que es horrible vivir ese malestar. Y como la persona no lo puede ni lo quiere aguantar, le causa enojo, depresión, ansiedad, angustia e incapacidad de tolerar cualquier molestia o problema, provocando evitación o mala solución de los mismos, lo que puede llegar hasta la comisión de acciones violentas.  

La propia personalidad del individuo, la estructura familiar, la convivencia social y la sociedad en general pueden ser fuentes de frustraciones para los jóvenes. Desde sus condiciones físicas, su apariencia personal, su identidad psicológica en formación, pasando por su rol en la familia, los valores aprendidos y compartidos en su grupo familiar o escolar, su funcionalidad familiar, hasta la solvencia económica individual o familiar, pueden influir en los sentimientos de frustración, pero sobretodo, la forma particular en que los jóvenes perciban su relación con estas fuentes, con los demás y consigo mismos.

 Así tenemos que si un compañero de colegio molesta a otro y este, desde sus complejos personales, percibe esta acción como intolerable y que atenta contra su estima personal tenderá a reaccionar violentamente. En el momento no pensará en nada ni en las consecuencias ni en los resultados de sus actos, solo en satisfacer su endeble ego maltrecho y para recobrar su frágil equilibrio mental. Lo que desde su perspectiva se logra con un acto de fuerza, con contundencia y saña. 

Antes tales sucesos, el colegio puede verse abocado a tratar este asunto de acuerdo al reglamento interno que, de seguro señala a las agresiones físicas como causas de expulsión.  Pero quitarse el problema del medio no es suficiente. Es necesario brindar la atención debida a todos los involucrados, especialmente a los reincidentes, ya que todos son víctimas. Una de la agresión física y psicológica sufrida y las otras víctimas de sí mismas, de su incapacidad para tolerar las frustraciones de la vida y, probablemente de una educación familiar y escolar deficiente. 

Resulta paradójico que el colegio expulse a los estudiantes que más ayuda necesitan, en el momento que más la requieren, sin tomarse el trabajo de comprender y explicar ampliamente la situación y sin haber tomado medidas de precaución en el pasado.  La escuela de ha dejado, si en algún momento lo hizo, de atender integralmente a los estudiantes.

La escuela, entre sus muchos o pocos defectos, ha llegado a pensar que la institución educativa es exclusivamente para los alumnos sobresalientes y “bien portados”, olvidándose que su misión se completa educando a los “fracasados”, instruyendo a los “indisciplinados”, reformando a los “desertores escolares” e incluyendo a todos aquellos que se apartan de ser “alumnos ideales”. 

En este sentido, la escuela esta llamada a jugar un importante papel en la vida de todos sus estudiantes, incluso de los padres, maestros y, hasta de la comunidad en que está insertada, porque la escuela es, en esencia, una fuente y una promotora de valores cívicos, morales, intelectuales y personales.  Así, la escuela cumpliría el precepto de Paulo Freire, cuando señaló “jamás acepté que la práctica educativa debería limitarse solo a la lectura de la palabra, a la lectura del texto, sino que debería incluir la lectura del contexto, la lectura del mundo”.

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