Nelson Riquelme Pereira
Psicólogo
Psicólogo
Jazmín, hija de mi amiga Esther, quien
estudia el nivel medio, me preguntó con preocupación, a raíz de los hechos de
violencia acontecidos entre unas estudiantes de un colegio de la ciudad, a qué
se debió que estas jóvenes actuaran así. Me preguntó si ellas habían pensado antes
de proceder de tal manera, por qué desplegaron tanta saña y maldad, y que cuál
sería la sanción que merecerían por esta acción.
Le contesté que la violencia entre los jóvenes en la mayoría de los casos era un problema muy complejo. Que no se trataba solamente de unos jóvenes golpeando a otros. Que usualmente estos problemas reflejan otros más graves y de mayor repercusión en la personalidad y conducta social de las personas. Le comenté, por ejemplo, que los jóvenes con problemas de autoestima carecen de recursos psicológicos y emocionales que les permitan afrontar lo que, desde su deteriorada percepción de las cosas, se ve como una ofensa que amerita una respuesta violenta y contundente.
Agregué que en el crecimiento de los
individuos es necesario desarrollar una habilidad psicológica que es
imprescindible para la convivencia pacífica entre las personas. Esta habilidad
es la tolerancia a la frustración, la cual es una
capacidad que le permite a una persona afrontar los sentimientos que surgen
cuando no logra lo que desea, significa poder enfrentar los problemas y
limitaciones que se tienen a lo largo de la vida, a pesar de las molestias,
sentimientos o incomodidades que causan.
Sentimientos o
incomodidades que, a su vez, causan frustración y que se generan por una
percepción equivocada y exagerada de la situación que se está viviendo y por la
creencia de que es horrible vivir ese malestar. Y como la persona no lo puede
ni lo quiere aguantar, le causa enojo, depresión, ansiedad, angustia e
incapacidad de tolerar cualquier molestia o problema, provocando evitación o
mala solución de los mismos, lo que puede llegar hasta la comisión de acciones
violentas.
La propia personalidad
del individuo, la estructura familiar, la convivencia social y la sociedad en
general pueden ser fuentes de frustraciones para los jóvenes. Desde sus
condiciones físicas, su apariencia personal, su identidad psicológica en
formación, pasando por su rol en la familia, los valores aprendidos y
compartidos en su grupo familiar o escolar, su funcionalidad familiar, hasta la
solvencia económica individual o familiar, pueden influir en los sentimientos
de frustración, pero sobretodo, la forma particular en que los jóvenes perciban
su relación con estas fuentes, con los demás y consigo mismos.
Así tenemos que si un
compañero de colegio molesta a otro y este, desde sus complejos personales,
percibe esta acción como intolerable y que atenta contra su estima personal
tenderá a reaccionar violentamente. En el momento no pensará en nada ni en las
consecuencias ni en los resultados de sus actos, solo en satisfacer su endeble
ego maltrecho y para recobrar su frágil equilibrio mental. Lo que desde su
perspectiva se logra con un acto de fuerza, con contundencia y saña.
Antes tales sucesos, el colegio puede verse abocado a tratar este asunto de
acuerdo al reglamento interno que, de seguro señala a las agresiones físicas
como causas de expulsión. Pero quitarse
el problema del medio no es suficiente. Es necesario brindar la atención debida
a todos los involucrados, especialmente a los reincidentes, ya que todos son
víctimas. Una de la agresión física y psicológica sufrida y las otras víctimas
de sí mismas, de su incapacidad para tolerar las frustraciones de la vida y,
probablemente de una educación familiar y escolar deficiente.
Resulta paradójico que
el colegio expulse a los estudiantes que más ayuda necesitan, en el momento que
más la requieren, sin tomarse el trabajo de comprender y explicar ampliamente
la situación y sin haber tomado medidas de precaución en el pasado. La escuela de ha dejado, si en algún momento
lo hizo, de atender integralmente a los estudiantes.
La escuela, entre sus
muchos o pocos defectos, ha llegado a pensar que la institución educativa es
exclusivamente para los alumnos sobresalientes y “bien portados”, olvidándose
que su misión se completa educando a los “fracasados”, instruyendo a los
“indisciplinados”, reformando a los “desertores escolares” e incluyendo a todos
aquellos que se apartan de ser “alumnos ideales”.
En este sentido, la
escuela esta llamada a jugar un importante papel en la vida de todos sus
estudiantes, incluso de los padres, maestros y, hasta de la comunidad en que
está insertada, porque la escuela es, en esencia, una fuente y una promotora de
valores cívicos, morales, intelectuales y personales. Así, la escuela cumpliría el precepto de
Paulo Freire, cuando señaló “jamás acepté que la práctica educativa debería
limitarse solo a la lectura de la palabra, a la lectura del texto, sino que
debería incluir la lectura del contexto, la lectura del mundo”.
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